jueves, 11 de diciembre de 2008

Reporte de Lectura: Kilos

“De niña creía que los gordos desgastaban sus ropas más deprisa que los demás. Tenía la sensación de pasarme la vida en las tiendas y creía que seguramente había alguna razón que la explicara. Y, luego, años más tarde, acabé por comprenderlo: no íbamos a las tiendas más a menudo que los demás, pero cada minuto que pasábamos en ellas duraba por lo menos un siglo.

Salir para comprar ropa era como ir al frente sabiendo de antemano que regresaría herida: herida por el extraordinario interés de los clientes, por las vendedoras molestas que manoteaban por los estantes y adoptaban una expresión afectada para decir: "No, la verdad, no creo que valga la pena que se lo pruebe", "¡Oh, no!, el amarillo menos, no se lo recomiendo", herida, en fin, por el reflejo de la propia imagen.

Con mi padre, al menos, no tenía ese problema nos llevábamos cualquier cosa, lo más rápidamente posible; él odiaba la escena tanto como yo. Se sentía avergonzado, claro, y se alejaba unos pasos o miraba hacia otro lado en cuanto una mujer guapa entraba en la tienda. Pero la mayoría de las veces, me facturaba con la vecina y sus hijas, y entonces era otro cantar, había que soportar sin rechistar toda la solicitud y el horror del mundo.

De hecho, en la infancia aún es posible negociar con este sufrimiento y persuadirse de que sólo se trata de una etapa nefasta. La gente te observa con una expresión simplemente divertida, sin agresividad. Aprovechan para bromear: "¡Vaya con la pequeña!, ¿comes bien en el cole, eh?", pellizcándote en la mejilla, y se ríen a carcajadas. En ese punto, piensas: "Creceré, cambiaré y, entonces, ya verán, ya". Y lo crees de veras.Pero el tiempo pasa, y te miras: has crecido, sí, y no hay más remedio que constatar que no ha habido cambio, al menos en el buen sentido”.

La gente educada evita mirarla, los niños la señalan con el dedo, los gamberros se ríen o la insultan sin miramientos. Marianne es inmensamente gorda, una de esas moles tambaleantes que van llamando la atención por la calle. Ella ha optado por salir de noche; los días los pasa encerrada, trabajando en casa y cuidando de una hija pequeña. O descuidándola como dice su vecina. Porque Marianne puede ser una víctima, y lo es sin duda en una sociedad que ve sus 127 kilos como un sacrilegio, pero no es tampoco un personaje simpático, sino una mujer grosera, malhablada, llena de agresividad y de odio. Una noche conoce a un vagabundo, un hombre todavía joven que perdió su trabajo y que duerme ahora en la calle. Un marginado también, que le habla como a una persona y con quien acaso podría establecer un vínculo humano. En torno a estos dos personajes, Valérie Tong Cuong construye una durísima novela sobre lo que significa ser diferente en una sociedad, como la nuestra, tiranizada por el culto a la belleza y por la angustia de no estar a la altura y de no ser amado.

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